martes, 24 de marzo de 2009

LA HOGUERA DE LAS VANIDADES

Tenemos los periodistas cierta tendencia a pensar que nuestro oficio es el más importante del mundo, que aquellas cosas que decimos o escribimos son verdad revelada y que influyen decisivamente en el discurrir de las cosas. De hecho, en los últimos quince años he tenido ocasión de ver a famosos compañeros de profesión naufragar en su propio ego y quemarse en la hoguera de las vanidades mientras pensaban que, en realidad, estaban rescatando al mundo de las fauces de la ignorancia.

Andaba yo en cavilaciones como ésta el otro día cuando me topé, de frente y por vía televisada, con el Debate sobre el Estado de la Nacionalidad, que así es como llaman por estos lares a cuando se juntan los políticos para explicar qué andan haciendo y prometer las cosas que harán a partir de mañana. Y a resultas de este encuentro fortuito tuve que admitir que periodistas y políticos, quizás a fuerza de arrejuntarse, se parecen más de lo que unos y otros quisieran.

Ahí estaban el presidente canario, los miembros del Gobierno, los portavoces, los asesores, los secretarios, los vocales, sus señorías los diputados y toda esa maraña de beneficiados del poder interpretando su obra de teatro favorita, que es una tragicomedia. Causa risa, porque ellos realmente piensan que a la gente le interesan sus sesudas chorradas o sus insultos de baratija; pero también causa pena y dan ganas de llorar la cantidad de tiempo y dinero que invierten en la fiesta.

Mientras tanto, la vida de verdad sigue su curso, bien lejos de la sede del Parlamento y, sobre todo, de las mentes de estos señores. ¿Alguien piensa, de verdad, que a esta gente le preocupan los parados más allá de la foto oportuna o el discurso impostado? ¿O los discapacitados? ¿Y los dependientes, los inmigrantes, los menores? ¿Qué son para ellos, sino oportunidades de ganar o de perder votos, de perpetuarse en el poder, de seguir en el machito? Les oigo hablar y hablar, prometer y prometer y solo se están mirando el ombligo, ciegos por su propia vanidad.

Políticos y periodistas, ¡cuánto nos odiamos y cuánto nos parecemos sin saberlo!

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